Nadie es más esclavo que el que se tiene por libre sin serlo. Goethe.
Los seres humanos, por definición, somos seres condicionados, influidos por nuestra propia biología y por el ambiente (la cultura, la familia, los amigos, la escuela…). El contenido de nuestra mente no es creación nuestra, sino que es el resultado de nuestro organismo interactuando con el exterior. Nuestros conocimientos, nuestra experiencia, nuestra moral…, todo, en cierto modo, proviene de fuera. Como decía Aristóteles:
No hay nada en la mente que no haya estado antes en los sentidos
Piaget hablaba de los conceptos de asimilación y acomodación. La primera se entendería como
La integración de información nueva que es posible adquirir a través de la experiencia, es decir, la incorporación a la psique de elementos externos producto de las circunstancias de vida y ambiente en que ésta se desarrolla. Se hace evidente cuando los seres humanos respondemos a eventos novedosos o desconocidos acudiendo a las vivencias previas como referencia, con el fin de encontrar un sentido. Ejemplo: un infante recibe por primera vez un biberón y de inmediato intenta chuparlo, pues la experiencia con el pezón materno le ha preparado para relacionarse con el objeto (con casi todo, en realidad) de esa manera.
La segunda haría referencia a la alteración de
Los esquemas preexistentes a raíz de una información o vivencia recién adquirida, debido a que éstos no resultan útiles para encarar la situación novedosa o desconocida, permitiendo acumular una nueva capa de experiencia. Ejemplo: El mismo infante con el biberón aprende, eventualmente, a sostenerlo para poder chuparlo, cosa que no debía hacer con el seno materno, incorporando una diferencia a los objetos similares.
Es decir, todo aquello que forma parte de nuestros esquemas mentales (patrón organizado de pensamiento e ideas preconcebidas, nuestra forma particular de pensar y de ver el mundo que guía nuestras emociones y condiciona nuestra conducta de manera inconsciente) estaría sujeto a los procesos de asimilación y acomodación.
Por tanto, nuestras percepciones pasarán inexorablemente por el tamiz de nuestros esquemas mentales, y, por tanto, nuestros pensamientos, emociones y conductas estarán condicionadas por estos, que, a su vez, son fruto de la experiencia y de las influencias externas.
Desde un punto de vista psicológico, libertad sería sinónimo de ausencia de influencia. Al nacer somos como un vaso vacío, sin conocimientos, sin pensamientos, sin opiniones, sin una conciencia de ser un “yo”. Poco a poco, a través de las influencias del exterior, vamos creando una identidad (soy guapo/feo, introvertido/extrovertido, español/vasco…), opiniones sobre nosotros mismos, sobre los demás y sobre el mundo.
Creemos que somos libres porque pensamos que podemos “decidir por nosotros mismos”, es decir, sin influencia del exterior. Cierto es que pueden existir coacciones externas (una pistola en la cabeza) que nos “obliguen” a tomar ciertas decisiones y nos restrinjan en nuestra libertad de decisión; sin embargo, aunque no existiesen esas coacciones externas, siempre, en mayor o menor medida, existirá una coacción interna (que como dijimos se ha ido conformando por influencias externas). Así, si veo que a una persona se le han caído 200 euros, podré llevármelos o no, pero cuanto más haya sido influido por una moral cristiana que me haya dicho “no robarás”, menor posibilidad de decisión “libre” tendré, porque estoy sujeto a esa moral. Esto nos lleva a un punto interesante: no toda influencia es mala.
Otro ejemplo: Supongamos que estamos en nuestra casa con un amigo que nos explica por qué no somos libres; en un momento dado, este tira un vaso al suelo y lo rompe, y nos dice mientras se va: “eres libre de no recogerlo”. ¿De verdad pensaríamos que somos libres de recoger o no los cristales? Todos sabemos que tarde o temprano terminaríamos haciéndolo. Podríamos ser muy cabezones y, para hacer quedar mal a nuestro amigo, podríamos decidir “romper” su ley de la no-libertad y decidir no recoger los pedazos hasta que nos confesase que hemos actuado con libertad por no claudicar ante la norma establecida; sin embargo, al hacer esto, entraríamos en la paradoja de que habría un deseo que nos está guiando para no recoger los cristales: hacer quedar mal a nuestro amigo, sentirnos por encima de él. Estaríamos tomando una decisión que está propulsada por una fuerza interna. Es decir, la fuerza de “hacer quedar mal a nuestro amigo” ha superado a la fuerza del “miedo a cortarnos”, al mandato de “tener el suelo limpio”, etc. Hemos cambiado una coacción por otra.
Otro ejemplo: supongamos que, “libremente”, decidimos entrar en una página porno. ¿Cómo de libre sería esta decisión cuando los seres humanos tenemos una libido, un apetito sexual? Lo cierto es que habría un instinto que necesitaría ser satisfecho, una energía que necesitaría liberarse, y que condiciona la decisión de entrar a la página web. Ahora bien, el instinto podría no ser condición suficiente, pues necesitaríamos un estímulo que lo despertase. Imaginemos que estamos leyendo el Marca y, como suele ser habitual en los diarios deportivos, vemos alguna foto de alguna mujer semidesnuda, y esto nos estimula y nos conduce a otro tipo de páginas. ¿Diríamos que la foto de la mujer no nos influyó en ningún sentido en la decisión de ir a la página porno?
Por otro lado, después de toda esta exposición, podríamos sentirnos tentados a preguntarnos en qué lugar nos dejaría este conocimiento de la falta de libertad. ¿Se supone que deberíamos pensar que somos seres determinados por nuestras influencias, por el entorno?, ¿que el destino ya está escrito?, ¿que no hay en nosotros ni un resquicio de libertad? Creo que en este caso se aplicaría la paradoja de que la persona que tomase conciencia de que no es libre, eso, le haría más libre. Es decir, cuando nos damos cuenta de que los demás nos influencian, de que nuestras opiniones no son enteramente nuestras, sino que están condicionadas por el grupo de referencia, por la familia, los periódicos, etc., entonces, podemos darnos cuenta de la trampa: toda idea, pensamiento, opinión, juicio, etc., que pueda una persona manifestar, será el producto de algún tipo de influencia previa o experiencia personal y no de una libertad poseída. Entonces, cuanto más conscientes seamos de que todo acto de pensamiento es influencia, subjetividad, parcialidad…, menos prisioneros de él nos sentiremos, pues le otorgaremos el lugar que se merece; es decir, que en vez de ser esclavos de los pensamientos, nosotros decidiremos cuáles son los momentos en los que son útiles, valiosos, e interesantes de activar. El lenguaje hablado es fruto de los seres humanos y supone una herramienta de doble filo: por un lado, nos permite controlar, crear, prever, prevenir, imaginar, etc., pero por otro lado, nos aprisiona en los miedos, las preocupaciones banales, en los deseos insatisfechos… Es decir, el pensamiento es amigo o enemigo, dependiendo de cómo lo utilicemos.
Sin embargo, el pensamiento, pudiendo ser racional o irracional, nunca será libre (por los motivos que ya explicamos). El mayor grado de libertad, desde un punto de vista psicológico, que puede alcanzar una persona es el cese del pensamiento, de la opinión, del juicio…, como sucede con los monjes budistas, en los cuales se da una ausencia de sentirse un “yo”, es decir, simplemente se da una corriente de percepción continua, una observación y escucha pura de lo que acontece, de lo que existe, a través de los sentidos, sin interpretaciones, opiniones, ni diálogos internos. En esa experiencia uno no tiene la sensación de estar presente como español/catalán, de derechas/de izquierdas, hombre/mujer, guapo/feo…, sino que uno se “funde” con el exterior, es decir, “uno” no existe. Párate un momento a escuchar todos los ruidos que hay a tu alrededor. Si los escuchas de veras durante unos segundos, sucederá que te habrás “LIBERADO” (desde un punto de vista psicológico) de tus tareas pendientes, de tu ideología, de tus preocupaciones, de tus enfados… simplemente existirá percepción pura, nada más.
La única libertad psicológica que existe es el contacto con el presente. La condición para contactar con el presente de una forma auténtica es que el pensamiento esté ausente, la cháchara mental cese. El pensamiento, por definición, es tiempo, en el sentido de que está conformado por experiencias, acontecimientos e influencias pasadas, por lo tanto, el pensamiento es incapaz de percibir el presente, lo nuevo. El pensamiento interpreta, critica, opina… de las percepciones del presente, pero no es las percepciones, sino una distorsión de las mismas. Podremos debatir si esas distorsiones, en determinados momentos, tengan una utilidad, pero no podremos debatir que esas distorsiones sean sinónimo de libertad, pues, por su naturaleza, son fruto del pasado y del ambiente.
Esto no significa que uno no pueda tener opiniones, ideologías y realizar críticas, sino que simplemente toma conciencia de la naturaleza de estas, que nunca pueden representar la realidad, sino que tan solo pueden ser fragmentos e interpretaciones subjetivas de la misma. Esta conciencia nos ofrece un grado mayor de libertad. Si no somos conscientes de nuestros condicionamientos, de nuestras influencias, inevitablemente caeremos presos de ellas. Por ejemplo, supongamos que una persona nos llama “idiota”. Si somos una persona acomplejada o agresiva viviremos el insulto como algo personal y actuaremos en consecuencia. En otras palabras, reaccionaremos de forma automática, porque existe un “yo” que ha captado el insulto, porque se ha sentido atacado (la identidad de la persona se ha sentido atacada: “yo no soy un idiota”); sin embargo, si yo soy una persona que en el momento del insulto me “convierto en una nube de humo” el insulto me traspasará, no habrá un “yo” que lo capte, y, por tanto, no habrá en mí una reacción descontrolada, pasional, ante él, sino una reacción que será fruto de una calma interna. Es decir, no existe (o existe menos) una fuerza interna que me conduce a ejecutar una acción.
En resumen, la libertad, desde un punto de vista psicológico no existe, pero sí existen grados de libertad. La personas que son más conscientes de sus condicionamientos y las que más trabajan en ellos, serán las personas que menos se dejen llevar por ellos y por las emociones asociadas. Por otro lado, como dijimos, no todo condicionamiento es malo, al fin y al cabo somos seres sociales que estamos necesitados de normas morales e influencias sanas; sin embargo, no siempre es fácil discernir qué influencia es sana y cuál no lo es. Por tanto, el proceso de autoconocimiento (de conocer el funcionamiento de nuestras propias mentes, de saber a qué influencias estamos sometidos de manera inconsciente), nos puede llevar a ser capaces de prescindir, de desaprender, aquellas influencias que nos oprimen, nos hacen sufrir, nos descontrolan, y abrazar aquellas otras que no lo hacen y resultan útiles y funcionales. En definitiva, todos somos seres condicionados, es decir, no-libres, pero podemos ser, a través de un proceso de autoconocimiento, más libres y conscientes. La libertad pura es como el amor ideal: no existe, no se puede alcanzar, pero sí que existe un camino que nos acerca o nos aleja de ella.