Follar después de un entierro

Hoy es el día para escribir esto. Elecciones en Madrid, ambiente tóxico, mierdas diversas almibaradas en jugos de rencor viejo, envidia nueva, pandemia y preocupación. Hoy es el día de la estrategia, de aquella encuesta, de este cartel. Hoy es el día de hablar de cosas más humanas y palpitantes, la hora estelar de los diletantes, la hora de hablar con quien uno de veras es.

Más que un artículo, se trata en esta ocasión de una pregunta, yo no sé si original: ¿Quién de vosotros recuerda haber follado después de un entierro?

¿Quién recuerda haberse visto arrastrado por la ola de la vida después de un chapuzón en la muerte? Yo confieso que sí, que he sucumbido a ese impulso reptiliano, dinosaúrico, o si queréis espectral.

Entiendo que los familiares más cercanos del difunto pueden no estar para esas exaltaciones de la evidencia: hemos enterrado a otro, cojones: hay que celebrarlo. Pero es que incluso entre los allegados del muerto me he encontrado confesiones de concupiscencia tras el ritual, del tipo que sea, de la despedida. Adiós a los que se fueron, y que nos esperan muchos años.

¿Quién de vosotros, tras un entierro, ha sentido la urgencia de la de la sangre arrebolada?

No seamos pacatos. No seamos ignominiosamente correctos. El que no haya tenido alguna vez ganas de follar tras un entierro es que es un cylon.

Y qué risas, por favor, qué alegría mal disimulada incluso cuando se acababa de enterrar a un buen amigo o a un familiar de media distancia. Qué ganas de calor. Que distintos los besos cuando brotaron de un tanatorio. Y qué carne era la carne que regresaba de entre las flores, los parabienes y los cumplidos y los saludos de cumplidor.

Ya es hora de inaugurar la sección de ignorados. No por insultos. No por debates. No por reproches politizados o alzamientos estéticos de tabique nasal.

¿Quién de vosotros nunca lo hizo? ¿Quién de vosotros no lo deseó?

Confesad, malditos.