- Por
- Andrés Arellano Báez
- Escritor
- Profesional en Gobierno y
- Relaciones Internacionales
- @ andresarellanob
INTRODUCCIÓN
Verbal, el personaje interpretado por el ahora detestado Kevin Spacey en “The Usual Suspects”, se muestra agónico frente al interrogatorio al que se ve asediado por parte del oficial de policía Dave Kujan, llevado éste del papel a la pantalla por Chazz Palminteri. En medio del extenso e intenso intercambio oral, aquel proclama una de las líneas de dialogo más queridas por los cinéfilos: “el truco más grande que el diablo realizó fue convencer al mundo de que no existía”.
La vida moderna, nuestra sociedad actual, es una que podría calificarse sin miedo a equivocarse como neoliberal. Y a pesar de que todas las áreas de desenvolvimiento personal, social, empresarial o cultural, están definidas por ese ideario, es él uno ignorado por la mayoría. Un futbolista que desconozca la FIFA, un cineasta sin conocimiento sobre Hollywood, un banquero indocto sobre Wall Street, son comparaciones válidas para dar a entender el impresionante hecho de que casi todos los ciudadanos ignoren el neoliberalismo, siendo el sistema político, económico y filosófico que determina el destino del planeta.
He allí el gran poder que de él emana: su desconocimiento que lo hace inmune a la crítica. También a las alabanzas, pero estas poco importan: su éxito, tan descomunal, hacen innecesarios los halagos y, su objetivo, proteger el capital (no su repartición), se ha logrado con creces. Gareth Stedman Jones, historiador, lo explicó con una sencillez iluminadora: "es difícil pensar en otra utopía que se haya realizado plenamente". En contexto se entiende la importancia de su oscurantismo: en Venezuela, cualquier mal acontecido al más irresponsable de sus ciudadanos, un fracaso empresarial, despedido, falta de estudio, es consecuencia del “pésimo” sistema rigiendo; en un país donde el ideal libertario esté instaurado, el único culpable del fracaso es el mismo ciudadano o los anteriores gobiernos progresistas, por muy alejados que en el tiempo se encuentre su último período al poder. Al no haber un sistema al cual criticar, no hay uno por culpar.
El neoliberalismo, entendido en su concepción más básica, es la transformación de todas las esferas de la vida en unas a ser regidas por relaciones de mercado. Su objetivo es finiquitar la intervención política, suprimir las necesidades del ser humano e implantar las requeridas para la multiplicación del capital. No hay recursos para la pobreza, pero rescatar bancos es una imperiosa obligación. He ahí plasmado este sistema, tan crudo como efectivo, tan omnipresente como invisible.
Pero si esta es la era neoliberal, ¿qué clase de mundo ha dejado? Los resultados son desastrosos: crisis financieras recurrentes y extensas transformadas en recesiones económicas, desempleo masivo, situación laboral precaria, ingresos paupérrimos para la gran mayoría de ciudadanos, bajísimo nivel de educación, estándares de salud preocupantes, suicidios a tasas alarmantes, daño ecológico irreversible y, para celebrar, una pequeñísima parte de la población poseedora de una riqueza descomunal. La sociedad neoliberal, para su felicidad, es la más inequitativa posible, aunque no la primera con tan vergonzante característica. Además, es la que plantó al ser humano frente a la amenaza más peligrosa para su supervivencia, y a la sociedad menos preparadas para enfrentarla.
Karl Marx, “un verdadero hombre del Renacimiento”, avisó, con sus centenarios escritos, que las promesas hechas por los monetaristas (apologistas del neoliberalismo) no eran más que regalos del diablo. Su análisis económico del capitalismo libre anticipaba estos resultados con alucinante precisión. Según sus estudios, el sistema que inspiró el titulo de su libro insignia lleva inexorablemente al mundo que hoy padecemos. Es por eso qué, rememorando a Rosa Luxemburgo, su final no es el de la Historia, sino uno apocalíptico, una verdadera “barbarie”. Los paupérrimos índices sociales que indican las inmensas penurias con las que conviven la gran mayoría de la población, hacen pensar que esa parte de su frase estaba en lo cierto.
El pronostico de Marx comenzaba con un cálculo. Para él, la presión entre los empresarios por acumular capital en condiciones de competencia y de decrecimiento de la tasa de rendimiento, los llevaría a buscar el aumento de la productividad y de una disminución del salario, por lo que la apropiación de la riqueza del trabajo crearía una creciente inequidad a favor de los poseedores del capital. Establecido un sueldo de miseria, los grandes patronos comenzarían un proceso de adquisición de otras empresas más pequeñas, haciendo sus operaciones más rentables y, por lo tanto, pudiendo presionar más los salarios a la baja. Hoy, la estrella mediática francesa de la economía, Thomas Piketty, presenta un descomunal estudio en el que demuestra que la tasa de retorno del capital es mucho mayor que la del trabajo. Ignacio Ramonet tenía una frase también clarificadora: hoy se hace dinero del dinero, no del trabajo. Si no naces en la opulencia, tu vida será la miseria. Es el mundo neoliberal uno a la medida de los análisis económicos de Marx.
Gérard Noiriel, en su profuso “Historia popular de Francia”, ofrece un recuento histórico sustentador. En sus letras, explica que “La Guerra de los Cien Años” fue una producto de “rivalidades entre familias reinantes”, sí, pero más de la “grave crisis económica que sacudió a Europa”. La recesión había “reducido los ingresos de los señores”, por lo que “reaccionaron aumentando la carga fiscal”, (¿austeridad, alguien?), lo que llevó a explosiones de violencia intimidantes, siendo el conflicto bélico “su expresión más visible”. Menciona él los 25 millones de muertos producto de la peste negra (¿Polución moderna, tal vez?); pero en donde el recuento histórico halla compaginación perfecta con los postulados teóricos, es en el hecho de que en esa época…
Las ganancias señoriales cayeron fuertemente, lo que afectó el nivel de vida de la pequeña nobleza. Para intentar mejorar su situación, los propietarios explotaron aún más la fuerza de trabajo de los campesinos. Así pues, los siglos XII y XIV estuvieron marcados por una recuperación del control de la gestión señorial. (…) se asistió en aquel entonces al reforzamiento de la servidumbre.
En lo que Marx no estuvo certero fue en buscar mecanismos para revertir ese proceso. La crisis de la sociedad sí llevó a la Revolución; pero los resultados de ella parecen bastante alejados de lo por él añorado. Y su corta visión de la función del Estado lo influyó para descartarlo como una posible herramienta de paliación de la crisis, siendo contradicho en eso por la historia.
Los años treinta del siglo anterior parecían haberle dado la razón al pensador de Tréveris. El mundo erigido se asemejaba peligrosamente al descrito en sus páginas. Pero fue así hasta que un economista inglés vio en el Estado la institución capaz de superar la grave coyuntura, separándose bastante de las ideas que promovieron la Revolución. La planificación estatal de la economía, postulado nacido de las ideas de Keynes e inspirado en el éxito económico “rojo” de aquellos años de enorme debacle, instauró un periodo de máximo esplendor durante la época posterior a la Segunda Guerra Mundial. Pero de todo sueño se despierta y el desmoronamiento de esta idílica etapa se produjo en los años setenta, al nacer un fenómeno económico inédito, la estanflación, causando inflación y desempleo al mismo tiempo.
La imposibilidad de superar la coyuntura, (¿tal vez consecuencia del shock petrolero de los setenta y no de un fallo de las ideas económicas vigentes?) contrajo un fuerte renacer de las premisas liberales, solo que esta vez implantadas con un enfoque más agresivo y ambicioso. Sus promesas, por supuesto, no se materializaron sino por periodos de tiempo muy cortos. Siendo su ideal el impulsar la eficiencia “innata” del sector privado, las privatizaciones (expropiaciones hechas por corporaciones) estuvieron a la orden del día. Homero Cuevas, economista colombiano, explicaba lo obvio que es ver Estados boyantes cuando se venden sus hidroeléctricas, sus ferrocarriles, sus empresas de telecomunicaciones… Una vez se finiquitan los ingresos producidos por las ventas y se acaba lo que hay por ofrecer, llega la debacle. De ahí nuestros días.
La crisis actual es una descomunal. Hay, en la izquierda, un deseo por volver a lo que el demógrafo francés Jean Fourastié bautizó como “Los Treinta Gloriosos”. Mirar el pasado con nostalgia parece un error, porque como enseña el mismo maestro alemán, “con el capitalismo no hay vuelta atrás”. Está la izquierda obligada a presentar una alternativa al modelo neoliberal dominante y crear conceptos que inspiren a luchar contra un sistema económico, político y social que sólo puede ser definido como totalitario. Vivimos en la dictadura del capital, nos regimos por sus códigos y luchamos por mantenerla, así sea esta opuesta a nuestros propios intereses. El neoliberalismo es nuestra “Matriz”, y tal y como le explicó Morpheus a Neo…
The Matrix es un sistema, Neo. Ese sistema es nuestro enemigo. Pero cuando estás adentro, miras alrededor y ¿qué ves? Empresarios, profesores, abogados, carpinteros. Las mentes de las personas que estamos tratando de salvar. Pero hasta que lo hagamos, estas personas aún forman parte de ese sistema y eso los convierte en nuestro enemigo. Tienes que entender que la mayoría de estas personas no están listas para desconectarse. Y muchos de ellos están tan habitados, tan irremediablemente dependientes del sistema, que lucharán para protegerlo.
En el contexto de crisis estructural y desesperante actual, se propone la teoría del Estado Inversionista, una renovación de la funcionalidad de la institución pública como respuesta a la debacle social que asedia, no exclusivamente a nuestro mundo moderno, sino a las generaciones venideras. Es necesario, encontrar en nuestro tiempo, un nuevo papel al Estado para qué, como en épocas keynesianas, la fuerza de este saque a la sociedad del pantano en que se ha metido. Hay que construir un nuevo mundo, hacerlo emerger de las cenizas del actual, el que en muchos sentidos hay que derrumbar para instalar uno superior, y no hay mejor combinación, parece decirnos la historia, que la organización pública dominando a la potencia del capitalismo, dirigiendo su descomunal poder hacia un objetivo.
I. CAPITALISMO SUBYUGADO.
Era, ningún otro sino Juan Carlos Monedero, quien describía el “Manifiesto Comunista” como una verdadera oda al capitalismo. Una carta de amor de Marx y Engels al sistema, considerado una fuerza brutal capaz de cambiar la faz completa de la tierra. Importante el aporte del profesor porque la sociedad a desarrollar como respuesta al trágico escenario que nos acongoja, pareciera, debe seguir siendo capitalista. Pero se mantiene el sistema porque se requiere su fuerza, pero en una posición de sometimiento a las necesidades de la humanidad, una diferenciación radical con lo establecido. Son las palabras de Rafael Correa, ex presidente ecuatoriano, las que mejor explican el cambio sugerido: debemos pasar de sociedades de mercado, a sociedades con mercado… el objetivo de la economía es la satisfacción de las necesidades humanas, no la multiplicación del capital.
John Maynard Keynes estableció la demanda como la fuerza locomotora de la economía, proponiendo que fuera impulsada a través del gasto público cuando ésta fallara. Es clara la pertinencia de su idea, puesto que encuentra en el Estado la solución a la crisis del capitalismo, algo que pasó por alto Marx, producto de que en su época, como hoy, los gobiernos eran representantes de las oligarquías, trabajando en función de los intereses más privilegiados. Y es que aunque el capitalismo libertario legó un mundo incapaz de producir suficientes empleos, con enormes concentraciones de riqueza, daños ambientales apocalípticos y escaso bienestar social, puede ser el capitalismo al servicio del Estado Inversionista quien reversa la situación.
El primer gran objetivo es la creación de mercados o nuevas economías. Dejar atrás, desde el Estado, buscar hacer inversiones en empresas rentables, cuyo base de medición son flujos financieros positivos; sino que debe enfocar sus esfuerzos en consolidar inversiones estratégicas que creen economías fuertes y modernas; pero sobre todo, otros contribuyentes. Un inversionista necesita que su proyecto produzca ingresos, mientras que un Estado debe hacer que este haga crecer la economía en general. Como siempre, el mejor ejemplo de lo dicho lo entrega la historia. En su magnifico “La Era De La Revolución”, Eric Hobswanm relata cómo las inversiones en ferrocarriles durante la Revolución Industrial fueron una de tipo masiva pero poco rentable para los capitalistas, funcionando todo el fenómeno como una burbuja financiera. Pero fue ésta una que ayudó a la economía inglesa a convertirse en la potencia más grande. El caso es digno de análisis. La tasa de retorno de un sistema de transporte masivo, incluso uno tan innovador como lo fueron los ferrocarriles en sus inicios, no es una muy atractiva: los altos costos de su construcción deben ser compensados con precios bajos por su uso. Pero el impacto en la economía, gracias a la positiva transformación en las comunicaciones y el incremento en los rendimientos de la empresas como respuesta a la mayor agilidad en la movilidad, hicieron de los ferrocarriles una inversión deseable para el país, rentable para la economía en general y una que consiguió un crecimiento exponencial. Desde la instalación de ésta forma de transporte, la economía del país creó más empleos, consumo y, por ende, tributos.
En estos últimos radica la clave del Estado Inversionista, su verdadera ganancia: poder hacer inversiones que, sin importar su tasa de retorno, consoliden economías boyantes gracias a su impacto en todos los sectores, generando un mayor PIB.
Otro gran ejemplo, difícil de contradecir, es la educación. Ha Joon Chang lo explica con maestría: un padre puede enviar a su hijo de ocho años a buscar trabajo, lo que traerá ingresos a su familia; o invertir en su educación y salud, de forma que cuando llegue a una edad adulta, se inserte al mercado laboral en una condición notoriamente más favorable y con capacidad de crear ingresos muy superiores. Un Estado Inversionista entiende al ser humano como un patrimonio: en el caso indeseado de que sea una persona, especialmente un niño de condiciones socioeconómicas paupérrimas, puede invertir en él y crear un ser productivo para la sociedad, o puede abandonarlo a su suerte y esperar que la vida decidida si se transforma en un ciudadano ejemplar o un criminal de la peor calaña. No hay un retorno en la inversión de los niños; pero hay no egresos presentes y futuros al no tener que lidiar con un enorme grupo de seres no integrados en la sociedad. La educación genera ahorro en gastos de justicia, de policía, de reformatorios…
La estrecha relación existente entre inversión pública en educación y desarrollo económico de las naciones fue algo obvio para Adam Smith, educador él mismo, quien creía que…
aunque el pueblo llano en una sociedad civilizada no pueda tener tanta educación como la gente de rango y fortuna, las partes más fundamentales de la educación —leer, escribir y contar— pueden ser adquiridas en una etapa tan temprana de la vida que la mayoría de quienes se dedican a las ocupaciones más modestas tienen tiempo de aprenderlas antes de poder ser empleados en esas ocupaciones. Con un gasto muy pequeño el estado puede facilitar, estimular e incluso imponer sobre la gran masa del pueblo la necesidad de adquirir esos elementos esenciales de la educación”.
La privatización de la educación ha creado una elite, conformada por aquellos pocos con posibilidad de acceder a la enseñanza superior. Esa realidad hace innecesario un arduo esfuerzo de su parte para encontrar un lugar en el mercado de trabajo. La falta de competencia genera ciudadanos mediocres en sus funciones y una economía estancada sin aumentos considerables de productividad. Es una necesidad imperante la inversión del Estado en educación pública, como mecanismo para elevar las capacidades de sus ciudadanos y mejorar la competitividad y productividad de toda la economía. No hay retornos de la inversión directa con la educación; pero si más y nuevos impuestos productos de tener una mejor economía.
II. CAPITALISMO REDISTRIBUIDO
Un Estado Inversionista contrae una nueva forma de distribución, dejando atrás la lucha por la repartición del ingreso y sí por forjar la del capital, como propuso James Meade, afamado economista inglés Nobel de economía. Una revolución no de los trabajadores, como la soñó Marx, sino de emprendedores, quienes en asoció con el Estado tendrían el poder de deshacer la enorme concentración del capital, sostenedora de sectores económicos oligopólicos y el desastre ecológico agobiando el globo terráqueo.
Un gran modelo de esta forma de desarrollo se haya en Colombia bajo el nombre de “Fondo Emprender”. Básicamente, el funcionamiento es que un emprendedor presenta su proyecto productivo a la institución que otorga los créditos públicos. Si la iniciativa está perfectamente sustentada, se le otorga un capital semilla para que inicie operaciones. Pasado un año, se revisa el comportamiento de la empresa: si ésta está ya en funcionamiento y creando empleos, el Estado le condona la deuda al empresario, con tal siga adelante con su negocio, con el que se espera, prontamente, comience a pagar impuestos que fortalezcan las arcas públicas.
La idea del Fondo Emprender debe ser ampliada hasta alcanzar el marco de la Teoría Monetaria Moderna (TMM). El gran debate entre las dos escuelas de economía sobre la TMM, radica en sus diferencias sobre la emisión de dinero y la creación de la inflación. Para ninguna de las dos, una situación como a la que está abocada Venezuela y Argentina es deseable; pero si algo demuestran ambos casos, es que no solo las ideas heterodoxas, sino también las consideradas “técnicas”, causan el problema del incremento de los precios.
Imprimir dinero para invertir en la economía a través de emprendedores parece una idea con potencial enorme. Eduardo Garzón, economista español estudiando el caso venezolano, cita estudio de Steve H. Hanke y Nicholas Krus para el Instituto John Hopkins, que estipula que la inflación no se causa por un incremento en la masa monetaria, sino por un desbarajuste entre la cantidad de dinero habido en la economía y la cantidad de bienes y servicios existentes en ella. Una impresión de moneda, que se inyecta en la economía a través de créditos para emprendedores, haría crecer la economía a niveles considerables sin impactar en el nivel de precios generales. Se sostiene esto basado en la idea que el acrecentamiento de la demanda vendría en paralelo con el de la oferta. Toda inyección crearía nuevas empresas, con sus bienes y servicios, que compensarían la mayor cantidad de agentes del mercado con nuevos ingresos, estableciendo un punto de equilibrio. Incluso, las economía de escala e inversiones tecnológicas, podrían reducir los precios.
Se abre espacio acá para denostar del neoliberalismo, pues ha corrompido los principios básicos del sistema que dice defender: el capitalismo. Adam Smith, gran figura del sistema, estipulaba que la concentración de la riqueza era bienvenida y deseada, puesto que permitiría ella la inversión de las ganancias en la producción. El atesoramiento, los gastos suntuosos y la especulación de los portentosos era indeseada por el eminente economista. Las utilidades deberían reinsertarse en la economía a través de inversiones que permitieran un ciclo de crecimiento positivo. Hoy, el neoliberalismo ha confundido la riqueza con el capital y ha defendido la recompra de acciones y los ahorros clandestinos en los paraísos fiscales, destrozando con su acción el ciclo de recimiento que proponía el filosofo más importante de la economía moderna.
III. OTRO CAPITALISMO ES POSIBLE.
La impresión de dinero para otorgárselos a nuevos empresarios es una oportunidad inmensa para crear un nuevo tipo de capitalismo. Uno que, por ejemplo, sea capaz de ayudar a solventar los agobiantes problemas ecológicos que nos dominan.
Uno, muy conocido, sirve de ejemplo contundente: el plástico. Es indudable la utilidad de éste en la sociedad moderna. Las bolsas, las botellas, vasos… todos son elementos necesarios y queridos para la vida. Lo indeseable es su costo: su proceso de degradación que ha conllevado a los continentes de basuras sobre el océano. Hay que, entonces, usar otro tipo de material. Existen ya centenares de empresas que han decidido crear productos que sean funcionales como el plástico, pero hechos a base de elementos que evitan el tener que sufrir sus costos ambientales. Los avances en ese sentido son alucinantes.
El Estado Inversionista tendría la posibilidad de borrar por completo el plástico en nuestras vidas y crear un nuevo sector en la economía que lo reemplace y mejore, en un instante. Haciendo ingentes inversiones, con impresiones de dinero a través del Fondo Emprender, se conseguiría el capital necesario para crear y hacer crecer lo suficiente este tipo de empresas, de forma que puedan responder a la masiva demanda de estos productos. La emisión de una ley prohibiendo el uso de plástico sería el cierre del ciclo.
Todo empresario que haya encontrado la forma de hacer dinero mejorando la relación del ser humano con el ambiente, debe ser financiado y apoyado, con recursos y a través de leyes a favor del planeta, por el Estado Inversionista. Es cierto, si mañana se emitiera una ley como la acá propuesta, los fondos de inversión correrían ansiosos a ofrecer dinero a este tipo de emprendedores. Pero estos inventos llevan años de haberse dado a conocer y, hasta hoy, el mercado no ha podido establecerlos, por lo que la fuerza de la acción política se muestra como obligatoria.
Otro de los grandes errores que debe solventar el Estado Inversionista es el comercio “innecesario”, uno de los grandes causantes del cambio climático, como bien lo estipula Naomi Klain en su brutal “Esto Lo Cambia Todo”. Producir a nivel local lo que podamos producir, disminuye considerablemente los viajes transatlánticos, eliminando uno de los sectores más contaminantes de nuestro planeta. El capitalismo ha podido subsistir y crecer porque ha podido explotar la naturaleza sin asumir los costos de su destrucción. No puede seguir siendo así y el Estado Inversionista debe hacerle recuperar el espacio a los ecosistemas.
Al invertir en empresarios nacionales buscando efectuar una Sustitución de Importaciones, se da un fuerte apoyo a la producción nacional que contrae un segundo beneficio: los consumidores creados. El importar una camiseta que se podría producir internamente es un saqueo a la economía, porque se le paga al productor de otro país por su trabajo, enfrentándonos a que el dinero usado en esa adquisición sea gastado en otro territorio. El pago de importaciones servirá para pagar facturas eléctricas, arriendos, alimentos… en otros países, a otros empresarios alejados de nuestra realidad, quienes crearan empleos que no nos afectarán.
El proceso de sustitución de importaciones hace que las utilidades de las empresas se usen localmente y que las divisas no salgan del país. El caso argentino, como lo explica José Natanson en su pieza de Sin Permiso, y el venezolano, son muestra de que la falta de moneda extranjera es una situación insostenible, por lo que debe evitarse la misma vía reducción de intercambios innecesarios con el extranjero. Hay una clara muestra de cómo el crecimiento económico que impulsa importaciones suntuosas no es más que uno del tipo empobrecedor, según comentamos en artículo para Forbes México.
La gran carta de negociación de las grandes corporaciones internacionales es que su llegada a un país ingresarían ingente capital, las que en forma de inversiones traerían crecimiento y empleo. Cuatro décadas de ese discurso no ha sido suficiente para que algunos noten la falsedad de la oferta. El razonamiento es lógico: una empresa que invierte mil en un pueblo, espera de él sacar cien mil. La TMM es una carta mayor dentro del modelo del Estado Inversionista, porque le permite encontrar los recursos necesarios para crear un nuevo empresariado local, que ofrezca los bienes y servicios que sin ninguna necesidad prestan extranjeros. Que las utilidades que Coca-Cola saca de España a su matriz queden ahora en miles de pequeños empresarios locales es, sin duda alguna, una magnifica forma de redistribuir la riqueza, a través de la redistribución del capital. Frente a la posibilidad de vivir en una economía más boyante, que cree más empleos y empresas, parece fácil pedirle a una nación que abandone los productos de afuera.
Además de liberarse de estar subyugados a la necesidad de capital extranjero, el Estado Inversionista replantearía el gran mantra impuesto por el neoliberalismo en nuestra sociedad, del que son los empresarios quienes crean el empleo. En artículo para Le Monde Diplomatique, Frédéric London echa por la borda lo que no es más que un discurso de propaganda. Cuenta él que, Jean-Francois Rouband, presidente de la Confederación General de Pequeñas y Medianas Empresas de Francia, al ser cuestionado por una periodista sobre si ahora sí iban a crear trabajos, después de recibir enormes beneficios de parte del gobierno, contestó él que afirmativamente, pero que era “necesario que las carteras de pedidos se llenen”.
Ningún empresario crea empleos, los crea el mercado, o la coyuntura económica, como dice London. Ni siquiera crea riqueza, se la apropia de la sociedad, como dice un afamado ex ministro griego. Por algo ningún patrón se instala en un mercado sin riqueza. Si ellos la fundaran, si ellos implantaran los empleos, podrían abrir sus sociedades en cualquier lugar olvidado del planeta y en cuestión de tiempo sería ese espacio una economía boyante. Es la demanda agregada la fuerza que hace que un empleador contrate más personas para responder a ella. Es un mercado poderoso el que incentiva abrir una empresa allí y contratar personal ya preparado. He ahí la importancia de un Estado Inversionista capaz de crear mercados boyantes.
Al reemplazar la producción extranjera por una local bien financiada, se crean empleos; pero también, se le adiciona que el flujo de dinero se mueve de forma creciente en el ámbito local, por lo que funciona a favor de hacer crecer la demanda agregada, impulsando la creación de empleo a nivel nacional. Si el dinero del consumo local es usado en los bienes y servicios locales, esa dinero, convertido en ganancia de los empresarios, se usarán para asumir los gastos tenidos como personas naturales y jurídicas, transformando esa ganancia en consumo, ojalá en otra empresa local, lo que hace que se aumente la demanda y, por lo tanto, la cantidad y la calidad del empleo.
IV. CUATRO NUEVAS GRANDES BURBUJAS.
La repartición de capital, creadora de empresarios verdes que hagan sustitución de importaciones, serían elementos capaces de crear sociedades profundamente aptas para el mundo actual. Pero donde se abre un espacio de importancia mayor es en la creación de cuatro burbujas, las que, como en el caso de los ferrocarriles ingleses, serían progenitoras de un nuevo modelo de sociedad.
La principal y tal vez más importante sea la transformación completa de nuestro sistema energético de uno basado en fósiles a uno impulsado por las energías renovables. El primer gran impacto del cambio estaría en los costes marginales con tendencia a cero de las energías renovables. Un emprendedor, financiado por el Fondo Emprender, que invierte en energías renovables, tendría un retorno positivo por los ingresos producidos por el pago de la factura de energía; pero, la economía en general, lo tendría por la disminución de los costos que las empresas asumirían en este rubro de la producción. Un panel solar, una vez adquirido e instalado, no genera costes para producir energía, por lo que una vez recuperada su inversión, los costes marginales tienden a cero, disminuyendo ese rubro para los empresarios nacionales. Una ganancia pequeña en el cobro de energía, sería compensada por la mayor actividad económica, producto de la disminución considerable de un costo transversal.
Democratizar la producción de energía es una necesidad imperiosa del mundo actual, porque tal como lo anticipa Saito, el personaje de Ken Watanabe en “Inception”, muchas empresas del sector se han convertido en verdaderos superpoderes.
Una segunda gran inversión, en total concordancia con la anterior, es la creación en las grandes urbes de sistemas de transporte público eléctrico de la más alta calidad, como medio de movilización exclusivo en los días hábiles. El tráfico, está comprobado, es un costo descomunal para las economías de una ciudad y un país. El tiempo perdido en él, el combustible malgastado, las enfermedades respiratorias y mentales provocadas, la inactividad por largos periodos de tiempo de los ciudadanos… todos son costos asumidos por mantener esta forma de movernos. Una inversión estatal masiva en un transporte público eficiente, que ofrezca bajos costos, dotado de la máxima tecnología disponible en la actualidad, tanto en autos eléctricos como en sistemas de ubicación satelital, con una calidad de servicio capaz de satisfacer a los más exigentes, contraería ingentes beneficios en calidad de vida y, complementariamente, en la economía en general.
Las mayor disponibilidad de tiempo y dinero (las economías de escala y el hecho de que la adquisición de autos sería hecha con préstamos del Fondo Emprender, democratizando los medios de producción y creando un modo de transporte de costos muy bajo) aumentarían las posibilidades de ocio, de invertir en educación, explotar hobbies, todos elementos transformadores de la sociedad. Una persona que pueda dormir más, que se enferme menos producto de la menor polución, que llegue descansada a su trabajo o lugar de estudios, es por definición una más productiva. Ese fenómeno reproducido por millones de ciudadanos, tendría un impacto profundo en las ciudades y las economías nacionales, aumentando y mejorando el PIB, ergo, los tributos. La capacidad de respuesta de las ambulancias, de los agentes de seguridad, de los envíos empresariales o privados, todo se vería beneficiado profundamente por un sistema de transporte público de la más alta calidad. Serían los ferrocarriles de nuestra era.
En “Superman Returns”, el excéntrico Lex Luthor de Kevin Spacey estipula con certeza que “puedes imprimir dinero, fabricar diamantes, las personas siempre serán iguales; pero el mundo siempre necesitará tierra. Es lo único que no están haciendo de más”. Es indudable que la crisis ecológica, causada por el hombre, nos demanda la reconstrucción de nuestras urbes. Ciudades enteras debe ser destruidas para volver a ser edificadas, de forma que podamos vivir en construcciones mucho más amigables con el ambiente. Los avances en esa área, tanto en la arquitectura como la ingeniería, son alucinantes y una oportunidad imposible de dejar pasar. Conocedores de que hay 47 ciudades con más de diez millones de habitantes, el impacto de una operación de este tipo sería enorme.
Esa, la tercera gran burbuja del Estado Inversionista, la renovación del sector inmobiliario, tiene en los estudios de Hernando de Soto una gran fuente de oxigeno para inflarse. En ciudades como Bogotá, Lima, Buenos Aires, habitan millones de personas en casas de invasión o villa de miseria, que se extienden por cientos de miles de hectáreas, sin valor comercial alguno. Explica, el autor Edesio Fernandez que…
El crecimiento urbano de los países en vía de desarrollo está invariablemente acompañado por procesos de exclusión social y segregación espacial, cuya consecuencia más notoria es la proliferación del acceso informal e ilegal a la vivienda y al suelo urbanos. Dada la carencia de políticas habitacionales adecuadas y de suficientes opciones de vivienda que sean apropiadas y accesibles, millones de pobres urbanos recurren a la invasión de suelos privados o públicos o a la compra ilegal de suelos para crear sus propias viviendas, fenómeno que ha atraído la atención de un buen número de investigadores, legisladores y otras entidades preocupadas por las graves implicaciones socioeconómicas, ambientales y políticas para los pobres urbanos para y el resto de la sociedad.
De Soto ve, en esos espacios, una gran oportunidad de negocio. Acá de una de transformación social. Dice el economista peruano que esas construcciones son unas sin derechos de propiedad definidos y que por lo tanto, deberían los Estados crear éstos para convertirlos en un instrumento de riqueza, siendo el más básico, por ejemplo, un crédito hipotecario. En un Estado Inversionista, esas propiedades, en su gran mayoría casas, deberías ser entregadas al gobierno, para que se apropié de los monumentales terrenos. En el espacio se podrían edificar grandes torres urbanas, edificios de gran cantidad de pisos, donde se puedan ubicar a las familias propietarias, logrando un intercambio de viviendas por apartamentos en las torres, liberando extensas áreas para uso público, los que a través de masivas inversiones, financiadas por el Fondo Emprender, se convertirían en espacios generadores de riqueza: centros comerciales, culturales, zonas industriales; y en espacios públicos que incrementen la calidad de vida de los ciudadanos: grandes parques reforestados, recuperación de bosques enteros nativos. Esas torres deben construirse con grandes espacios comunes que enriquezcan la vida de quienes allí habitan y con énfasis en la densificación, de forma que al estar más cerca las personas entre sí, más efectivo sea el transporte público.
La recuperación de enormes extensiones de terrenos urbanos es una operación tan prometedora, que se podría soñar con acabar o disminuir a niveles mínimos la miseria y pobreza. Cientos de familias, con su derechos de propiedad ya emitidos, solicitarían al Fondo Emprender un capital en forma de aporte sindicado, que se usaría para construir las altas torres en donde habitarían, pero también, donde habrían otros apartamentos, para arrendar, como modo de subsistencia, y el que generaría nuevos tributos al Estado.
La cuarta y más grande burbuja del Estado Inversionista es el incentivar el cambio de dieta, incrementando considerablemente el vegetarianismo en la sociedad. Los costos de la industria la carne, en salud humana, cambio climático y maltrato animal, están más que conocidos y comprobados. Un apoyo masivo a empresas vegetarianas, a través de inversiones enormes del Fondo Emprender, podría crear una industria llena de exitosos empresarios; pero una sociedad con ahorros considerables en salud y productividad, creando una una nación menos enferma y con muertes prematuras disminuidas.
Cada una de las cuatro burbujas son necesarias para nuestra supervivencia y sólo el Estado, en nuestra variante de inversionista, parece capaz de llevarla a cabo. Hoy, en un mundo que ve como la principal potencial impulsora del neoliberalismo globalizador echa por la borda su gran invención (las guerras comerciales y la amenaza de abandonar la OMC), se abre una gran oportunidad para hacer una transformación del tamaño de la propuesta acá. Más aún, cuando como cualquier lector atento lo habrá notado ya, acá se propone un incremento del comercio internacional, pero enfocado en bienes necesarios para una economía.
V. ¿PARA QUÉ LOS TRIBUTOS?
Bien dice el ex presidente brasileño Luis Ignacio Da Silva que los gastos sociales no deberían definirse de esa manera, sino como inversiones sociales. La educación, la salud, la limpieza del medio ambiente, todo el dinero usado en este tipo de rubros caben en la definición de lo dicho por el ex mandatario. Pero sí hay, indudablemente gastos sociales urgentes que los Estados deben financiar, que no son rentables en su conjunto; pero son necesarios si queremos seguir considerando la especia humana una noble y esta a una civilización desarrollada.
Las personas con menos capacidades físicas, los ancianos con necesidades médicas especiales, los animales abandonados, los enfermos mentales… todos son elementos de nuestra sociedad y vida. Ignorarlos, como hasta ahora hemos hecho, solo nos hace seres de poco valor. Un Estado Inversionista, creador de economías modernas y boyantes, produce los tributos requeridos para solventar estas necesidades que, seguramente, no mejoraran nuestros ingresos; pero si nuestra moral. Para algunos, esto último es algo aún importante.
VI. CONCLUSIÓN: OTRO MUNDO ES POSIBLE.
Pocas lecturas tan impactantes como “De animales a dioses” de Yuval Noah Harari. Sostiene el fascinante historiador que el espacio de privilegio creado por el ser humano en el planeta tierra se deba a su capacidad, única, de soñar, crear y creer cosas que no existen. Hacemos de nuestras ilusiones una realidad. No hay un gobierno, una economía, un dinero, una política. Son todas ellas invenciones nuestras, las que luego materializamos en inmuebles para poder percibirlas.
La idea del historiador es absolutamente esperanzadora. Se ha sostenido, con poderosa convicción, la imposibilidad de modificar nuestras instituciones y, como consecuencia, nuestra realidad. Toda construcción humana es perfectible, sea ella una mesa, la economía o la política. Cada sociedad, en su tiempo, ha desarrollado, modificado y transformado las instituciones que rigen la vida con tal de alcanzar sus metas y necesidades. No había una Organización de las Naciones Unidas antes de la Segunda Guerra Mundial, se creó ella para evitar volviéramos a sufrir una debacle como la de aquellos años.
Los cientos de miles que se han suicidado producto de las crisis económica, las especies de plantas y animales extinguidas producto del cambio climático, los millones de ciudadanos llevados a la miseria por un sistema económico injusto, los cientos de millones enfermos que no han podido encontrar un tratamiento que mejore su salud, todos ellos y muchos más, legitiman la búsqueda de un cambio, de un nuevo sistema, de un nuevo mundo. Esta es solo una humilde respuesta a sus reclamos.