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#6:
Interesante columna de Javier Marías respecto a este asunto.
Disculpad: lo pongo entero a falta de enlace.
LA ZONA FANTASMA. 1 de junio de 2008. Dónde huir en secreto
En la década de los ochenta del pasado siglo, viví un par de años en Venecia. No seguidos exactamente: pasaba allí mes y medio y luego tres en Oxford, otros dos allí y a continuación dos en Madrid, así entre 1984 y 1989. En Venecia no hacía vida de turista, sino de residente: me asimilé a las personas que me acogían amablemente en su casa y que vivían allí todo el año. Claro que me asomaba a una iglesia o a un palacio cuando me pillaban de camino en mis recorridos y paseos cotidianos. Iba al mercado del Rialto, al mercadillo de Campo San Barnaba y al supermercado de Campo Santa Margherita, hacía un poco de amo de casa (sólo un poco), y aprendí los más raros atajos para evitar las calles por las que era imposible transitar, abarrotadas de rebaños turísticos de gran torpeza, lentitud y vociferación. En aquella época me llamaba la atención que Venecia parecía ser la única ciudad del mundo en la que los visitantes no se comportaban como solían hacerlo en las demás que yo conocía, a saber, más o menos con el mismo respeto que uno observa cuando está de visita en casa ajena. En la propia uno pone los pies donde le place, desordena cuanto quiere, se tumba en el sofá o en el suelo –tengo mucha querencia por el suelo–, maneja el tocadiscos y la televisión a su antojo. Cosas todas más o menos normales que sin embargo jamás haría en casa de otro. (Bueno, con la excepción del ex-Presidente Aznar, que ya sabemos lo grosero que es cuando visita a sus amigos). Los forasteros que pisaban Venecia tomaban la ciudad al asalto, como si allí no viviera nadie y fuera una especie de parque temático a disposición de ellos, con la agravante de que ni siquiera habían pagado una entrada que les diera la sensación de algún “derecho adquirido”.
“Mala suerte para los venecianos”, pensaba. Entonces había unos cuarenta mil (ahora unos treinta), pero era gente tan atareada como la de cualquier otro sitio, con las mismas obligaciones y bastantes más dificultades, al no haber allí tráfico rodado. “Es lo malo de tener una ciudad tan maravillosa: todo el mundo se considera no sólo con derecho a verla, sino a hacer uso de ella sin tener en cuenta a sus habitantes. Como si éstos no existieran ni tuvieran quehaceres, como si no necesitaran silencio, como si el lugar fuera sólo un escenario, un decorado desierto en el que cada turista puede actuar como le venga en gana”. Lo que no preveía era que esta manera bárbara y desconsiderada de visitar un sitio iba a convertirse en la norma y a afectar a todas las demás ciudades, o al menos a las más turísticas. Me contaba hace poco Manuel Rodríguez Rivero que en un viaje a Praga le habían insistido en que no intentara ver –menos aún atravesar– el famoso Puente de Carlos después de las siete de la mañana ni antes de las diez de la noche, porque las masas se lo impedirían. La mayor parte de la gente que va a Florencia ya no tiene oportunidad de sufrir el síndrome de Stendhal que este escritor describió, porque de las bellezas allí contenidas no logra ver apenas nada: los cuadros tapados por incontables cabezas –que no siempre cerebros–, los edificios pisoteados por las manadas. La última vez que estuve en Roma, mi visión del Panteón quedó alterada: tenía el hotel muy cerca, de modo que me pasaba a diario a muy diferentes horas, pero no hubo forma de sentir el espacio de su interior, como un vagón de metro en hora punta sólo que con mucho más griterío. No hace falta añadir que casi todas estas greyes no desean ver nada, están sólo preocupadas de hacerse fotos estúpidas con sus estúpidos móviles para luego poder decir la más estúpida frase de nuestros tiempos: “Yo estuve allí”. Ahora hay incluso un programa de televisión así titulado, que debe de ser el más estúpido de todos, porque a esa frase sólo cabe contestar: “¿Y? ¿Y qué, que usted estuviera allí? Eso no tiene ninguna importancia ni a usted se la agrega en absoluto. Estar hoy en cualquier parte está al alcance del más cenutrio. Viajar a los lugares ‘imprescindibles’ no distingue, sino que vulgariza”.
Madrid y Barcelona son también cada vez más turísticas, pero aquélla sufre la desventaja de que todos los españoles la consideran “suya” y adoptan cada vez más los vandálicos hábitos de quienes invadían Venecia. La gente la recorre en tropel chillando, cantando, batiendo palmas, y, como le queda una fama de ciudad “con marcha”, al final de la noche, para sentirla, acaba vomitando y orinando contra nuestras fachadas. Pero ocurre algo parecido en casi todas partes. Nadie se comporta ya como “visita” en Londres ni en París, en Budapest ni en Edimburgo, en Salamanca, Toledo, Sevilla o Granada. Todas son meros escenarios, decorados para el disfrute de los forasteros, a los que importa una higa el padecimiento de los habitantes. Sólo cabe ir a lugares que aún no sean turísticos, aunque eso está cada vez más difícil por culpa de suplementos como este o El Viajero del mismo diario, que no dejan piedra sin levantar y que van haciendo caer en manos de las hordas, uno por uno, todos los rincones agradables del globo.
Estuve hace poco, unos días, en una extraordinaria ciudad italiana. En parte lo es porque allí no han llegado esas hordas que impiden y se impiden ver todo, que ponen los pies sobre las mesas y arrojan sus excrecencias al suelo, que miran sin ver y sin que mirar ni ver les importe, porque lo hacen tan sólo a través de una cámara estúpida. Como es lógico, me callaré el nombre de esa ciudad, por si acaso algún día decido irme a vivir a ella.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 1 de junio de 2008
Disculpad: lo pongo entero a falta de enlace.
LA ZONA FANTASMA. 1 de junio de 2008. Dónde huir en secreto
En la década de los ochenta del pasado siglo, viví un par de años en Venecia. No seguidos exactamente: pasaba allí mes y medio y luego tres en Oxford, otros dos allí y a continuación dos en Madrid, así entre 1984 y 1989. En Venecia no hacía vida de turista, sino de residente: me asimilé a las personas que me acogían amablemente en su casa y que vivían allí todo el año. Claro que me asomaba a una iglesia o a un palacio cuando me pillaban de camino en mis recorridos y paseos cotidianos. Iba al mercado del Rialto, al mercadillo de Campo San Barnaba y al supermercado de Campo Santa Margherita, hacía un poco de amo de casa (sólo un poco), y aprendí los más raros atajos para evitar las calles por las que era imposible transitar, abarrotadas de rebaños turísticos de gran torpeza, lentitud y vociferación. En aquella época me llamaba la atención que Venecia parecía ser la única ciudad del mundo en la que los visitantes no se comportaban como solían hacerlo en las demás que yo conocía, a saber, más o menos con el mismo respeto que uno observa cuando está de visita en casa ajena. En la propia uno pone los pies donde le place, desordena cuanto quiere, se tumba en el sofá o en el suelo –tengo mucha querencia por el suelo–, maneja el tocadiscos y la televisión a su antojo. Cosas todas más o menos normales que sin embargo jamás haría en casa de otro. (Bueno, con la excepción del ex-Presidente Aznar, que ya sabemos lo grosero que es cuando visita a sus amigos). Los forasteros que pisaban Venecia tomaban la ciudad al asalto, como si allí no viviera nadie y fuera una especie de parque temático a disposición de ellos, con la agravante de que ni siquiera habían pagado una entrada que les diera la sensación de algún “derecho adquirido”.
“Mala suerte para los venecianos”, pensaba. Entonces había unos cuarenta mil (ahora unos treinta), pero era gente tan atareada como la de cualquier otro sitio, con las mismas obligaciones y bastantes más dificultades, al no haber allí tráfico rodado. “Es lo malo de tener una ciudad tan maravillosa: todo el mundo se considera no sólo con derecho a verla, sino a hacer uso de ella sin tener en cuenta a sus habitantes. Como si éstos no existieran ni tuvieran quehaceres, como si no necesitaran silencio, como si el lugar fuera sólo un escenario, un decorado desierto en el que cada turista puede actuar como le venga en gana”. Lo que no preveía era que esta manera bárbara y desconsiderada de visitar un sitio iba a convertirse en la norma y a afectar a todas las demás ciudades, o al menos a las más turísticas. Me contaba hace poco Manuel Rodríguez Rivero que en un viaje a Praga le habían insistido en que no intentara ver –menos aún atravesar– el famoso Puente de Carlos después de las siete de la mañana ni antes de las diez de la noche, porque las masas se lo impedirían. La mayor parte de la gente que va a Florencia ya no tiene oportunidad de sufrir el síndrome de Stendhal que este escritor describió, porque de las bellezas allí contenidas no logra ver apenas nada: los cuadros tapados por incontables cabezas –que no siempre cerebros–, los edificios pisoteados por las manadas. La última vez que estuve en Roma, mi visión del Panteón quedó alterada: tenía el hotel muy cerca, de modo que me pasaba a diario a muy diferentes horas, pero no hubo forma de sentir el espacio de su interior, como un vagón de metro en hora punta sólo que con mucho más griterío. No hace falta añadir que casi todas estas greyes no desean ver nada, están sólo preocupadas de hacerse fotos estúpidas con sus estúpidos móviles para luego poder decir la más estúpida frase de nuestros tiempos: “Yo estuve allí”. Ahora hay incluso un programa de televisión así titulado, que debe de ser el más estúpido de todos, porque a esa frase sólo cabe contestar: “¿Y? ¿Y qué, que usted estuviera allí? Eso no tiene ninguna importancia ni a usted se la agrega en absoluto. Estar hoy en cualquier parte está al alcance del más cenutrio. Viajar a los lugares ‘imprescindibles’ no distingue, sino que vulgariza”.
Madrid y Barcelona son también cada vez más turísticas, pero aquélla sufre la desventaja de que todos los españoles la consideran “suya” y adoptan cada vez más los vandálicos hábitos de quienes invadían Venecia. La gente la recorre en tropel chillando, cantando, batiendo palmas, y, como le queda una fama de ciudad “con marcha”, al final de la noche, para sentirla, acaba vomitando y orinando contra nuestras fachadas. Pero ocurre algo parecido en casi todas partes. Nadie se comporta ya como “visita” en Londres ni en París, en Budapest ni en Edimburgo, en Salamanca, Toledo, Sevilla o Granada. Todas son meros escenarios, decorados para el disfrute de los forasteros, a los que importa una higa el padecimiento de los habitantes. Sólo cabe ir a lugares que aún no sean turísticos, aunque eso está cada vez más difícil por culpa de suplementos como este o El Viajero del mismo diario, que no dejan piedra sin levantar y que van haciendo caer en manos de las hordas, uno por uno, todos los rincones agradables del globo.
Estuve hace poco, unos días, en una extraordinaria ciudad italiana. En parte lo es porque allí no han llegado esas hordas que impiden y se impiden ver todo, que ponen los pies sobre las mesas y arrojan sus excrecencias al suelo, que miran sin ver y sin que mirar ni ver les importe, porque lo hacen tan sólo a través de una cámara estúpida. Como es lógico, me callaré el nombre de esa ciudad, por si acaso algún día decido irme a vivir a ella.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 1 de junio de 2008
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Interesante columna de Javier Marías respecto a este asunto.
Disculpad: lo pongo entero a falta de enlace.
LA ZONA FANTASMA. 1 de junio de 2008. Dónde huir en secreto
En la década de los ochenta del pasado siglo, viví un par de años en Venecia. No seguidos exactamente: pasaba allí mes y medio y luego tres en Oxford, otros dos allí y a continuación dos en Madrid, así entre 1984 y 1989. En Venecia no hacía vida de turista, sino de residente: me asimilé a las personas que me acogían amablemente en su casa y que vivían allí todo el año. Claro que me asomaba a una iglesia o a un palacio cuando me pillaban de camino en mis recorridos y paseos cotidianos. Iba al mercado del Rialto, al mercadillo de Campo San Barnaba y al supermercado de Campo Santa Margherita, hacía un poco de amo de casa (sólo un poco), y aprendí los más raros atajos para evitar las calles por las que era imposible transitar, abarrotadas de rebaños turísticos de gran torpeza, lentitud y vociferación. En aquella época me llamaba la atención que Venecia parecía ser la única ciudad del mundo en la que los visitantes no se comportaban como solían hacerlo en las demás que yo conocía, a saber, más o menos con el mismo respeto que uno observa cuando está de visita en casa ajena. En la propia uno pone los pies donde le place, desordena cuanto quiere, se tumba en el sofá o en el suelo –tengo mucha querencia por el suelo–, maneja el tocadiscos y la televisión a su antojo. Cosas todas más o menos normales que sin embargo jamás haría en casa de otro. (Bueno, con la excepción del ex-Presidente Aznar, que ya sabemos lo grosero que es cuando visita a sus amigos). Los forasteros que pisaban Venecia tomaban la ciudad al asalto, como si allí no viviera nadie y fuera una especie de parque temático a disposición de ellos, con la agravante de que ni siquiera habían pagado una entrada que les diera la sensación de algún “derecho adquirido”.
“Mala suerte para los venecianos”, pensaba. Entonces había unos cuarenta mil (ahora unos treinta), pero era gente tan atareada como la de cualquier otro sitio, con las mismas obligaciones y bastantes más dificultades, al no haber allí tráfico rodado. “Es lo malo de tener una ciudad tan maravillosa: todo el mundo se considera no sólo con derecho a verla, sino a hacer uso de ella sin tener en cuenta a sus habitantes. Como si éstos no existieran ni tuvieran quehaceres, como si no necesitaran silencio, como si el lugar fuera sólo un escenario, un decorado desierto en el que cada turista puede actuar como le venga en gana”. Lo que no preveía era que esta manera bárbara y desconsiderada de visitar un sitio iba a convertirse en la norma y a afectar a todas las demás ciudades, o al menos a las más turísticas. Me contaba hace poco Manuel Rodríguez Rivero que en un viaje a Praga le habían insistido en que no intentara ver –menos aún atravesar– el famoso Puente de Carlos después de las siete de la mañana ni antes de las diez de la noche, porque las masas se lo impedirían. La mayor parte de la gente que va a Florencia ya no tiene oportunidad de sufrir el síndrome de Stendhal que este escritor describió, porque de las bellezas allí contenidas no logra ver apenas nada: los cuadros tapados por incontables cabezas –que no siempre cerebros–, los edificios pisoteados por las manadas. La última vez que estuve en Roma, mi visión del Panteón quedó alterada: tenía el hotel muy cerca, de modo que me pasaba a diario a muy diferentes horas, pero no hubo forma de sentir el espacio de su interior, como un vagón de metro en hora punta sólo que con mucho más griterío. No hace falta añadir que casi todas estas greyes no desean ver nada, están sólo preocupadas de hacerse fotos estúpidas con sus estúpidos móviles para luego poder decir la más estúpida frase de nuestros tiempos: “Yo estuve allí”. Ahora hay incluso un programa de televisión así titulado, que debe de ser el más estúpido de todos, porque a esa frase sólo cabe contestar: “¿Y? ¿Y qué, que usted estuviera allí? Eso no tiene ninguna importancia ni a usted se la agrega en absoluto. Estar hoy en cualquier parte está al alcance del más cenutrio. Viajar a los lugares ‘imprescindibles’ no distingue, sino que vulgariza”.
Madrid y Barcelona son también cada vez más turísticas, pero aquélla sufre la desventaja de que todos los españoles la consideran “suya” y adoptan cada vez más los vandálicos hábitos de quienes invadían Venecia. La gente la recorre en tropel chillando, cantando, batiendo palmas, y, como le queda una fama de ciudad “con marcha”, al final de la noche, para sentirla, acaba vomitando y orinando contra nuestras fachadas. Pero ocurre algo parecido en casi todas partes. Nadie se comporta ya como “visita” en Londres ni en París, en Budapest ni en Edimburgo, en Salamanca, Toledo, Sevilla o Granada. Todas son meros escenarios, decorados para el disfrute de los forasteros, a los que importa una higa el padecimiento de los habitantes. Sólo cabe ir a lugares que aún no sean turísticos, aunque eso está cada vez más difícil por culpa de suplementos como este o El Viajero del mismo diario, que no dejan piedra sin levantar y que van haciendo caer en manos de las hordas, uno por uno, todos los rincones agradables del globo.
Estuve hace poco, unos días, en una extraordinaria ciudad italiana. En parte lo es porque allí no han llegado esas hordas que impiden y se impiden ver todo, que ponen los pies sobre las mesas y arrojan sus excrecencias al suelo, que miran sin ver y sin que mirar ni ver les importe, porque lo hacen tan sólo a través de una cámara estúpida. Como es lógico, me callaré el nombre de esa ciudad, por si acaso algún día decido irme a vivir a ella.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 1 de junio de 2008
Doy fé de ello. Entre que ahora somos "1er puerto de cruceros del mediterraneo y tercero del mundo", las hordas constantes de erasmus, turistas, "nuevos residentes de origen extra-comunitario" etc... hay sitios por los que ya no pasamos, al menos mis conocidos y yo mismo, porque es un horror de malaeducación y horterismo variopinto... o simplemente peligroso para la integridad física o monetaria... y si no me creeis, pasead un dia a cualquier hora por el "Maremagnum", por ejemplo, o intentad ir a un cine por esa zona... o pasad por el barrio chino a horas cercanas al anochecer...
Barcelona se la han cargado, y lo peor es que no nos hemos dado ni cuenta o lo habríamos intentado impedir...
Todo esto me suena un poco al sindrome de Karina ("...cualquier tiempo pasado nos parece mejor!").
Creo que no ha habido ninguna generación que no haya dicho "la juventud de hoy ya no tiene valores" ni nadie que vuelva a su pueblo natal y diga "esto ya no es lo que era". Hasta la nostalgia por las discotecas que frecuentabamos cuando niños es un síntoma que se repite de manera sistemática, generación tras generación, con algún comentario del tipo "los niños de ahora no saben lo que era una buena fiesta (en alusión a la ruta del bacalao, la movida de los 80 o los guateques con los diablos a todo trapo)".
Ahora toca quejarse por los erasmus, y guiris en general y cuando se cambie de ciclo se dirá que en Barcelona ya no hay el ambientillo europeo de antaño.
Si el ser humano es bastante repetitivo.
#4 Barcelona se la han cargado, y lo peor es que no nos hemos dado ni cuenta o lo habríamos intentado impedir...
No se tú, pero yo hace tiempo que me he dado cuenta. Sobretodo cuando paso por el Rabal.
Oish! Qué guapa que soy, qué tipo que tengo, qué buena que estoy!
Y mientras tanto, las mismas miserias de siempre en los mismos sitios de toda la vida.
Pasaos por la zona de copas del Borne, los camareros te hablan en inglés o francés, entonces es cuando miras alrededor tuyo y te ves extranjero en tu casa, triste.
Pues ellos, más bien sus políticos, sabrán que han hecho para merecer semejante castigo.
Yo puedo echar el mea culpa porque he sido turista en Barcelona. Eso sí las ramblas, casi impracticable de gente.
Pero lo más triste es, como dice mi amigo de allí, lo de los sombreros mexicano (¿no se enteran los guiris o qué?) y que en los restaurantes de esa zona solo ves paellas congeladas y típicos platos combinados para guiris, nada de gastronomía local (aunque eso es seguramente más culpa de los propios guiris que es lo que demandan).
Ah si! se me olvidaba poner en #4 que Barcelona es quizá la ciudad numero uno en TURISMO GAY, estan por todas partes! por todos lados! es ina invasión rosaaaaa!!!!!
Hay mas Gays que turistas!!!!
Cuando la especulación y gentrificación están ya en marcha pretenden hacer ver que les preocupan los ciudadanos.
Yo cuando paseo por ciudad vieja,tengo la sensacion de que no estoy en mí tierra,con tantos turistas y bares extranjeros,hecho de menos nuestras costunbres y lo tipíco de barcelona.
foto genial del barrio de gracia
http://i65.photobucket.com/albums/h221/shaunw_2006/Spain/Barcelona%20Trip/DSCN8084.jpg