En un día de lluvia, las torres de la catedral de Santiago que dan a la plaza del Obradoiro están igual de empapadas por dentro que por fuera. Su interior, dice el arquitecto Javier Alonso, es “realmente desagradable”, un laberinto de escaleras podridas, hierros oxidados, muros con grietas y rellenos apresurados de cemento que impiden la ventilación y filtran el agua hasta una de las partes más vulnerables del templo, el conjunto románico del Pórtico da Gloria.
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