Decía Indro Montanelli que el mejor periodismo es como un buen árbitro de fútbol: pone de manifiesto la justicia sin que se note que está. A esta reflexión, Kapuscinski añadía que si el periodista iba a dar el paso de convertirse en protagonista debía mostrar una ecuanimidad absoluta, algo que, en realidad, es prácticamente imposible, pues nadie carece de ideología.
Pues bien, Ana Pastor no es que no cumpla estas dos máximas, es que ha hecho de su profundo incumplimiento, una marca personal. Ella deja su pesada e invasiva huella en cada entrevista que perpetra, confundiendo protagonismo, agresividad y falta de tacto con la búsqueda de una supuesta verdad que no es más que la confirmación de sus prejuicios. Se pasa por la trenca esa regla esencial con la que Robert Fisk definía una gran entrevista, según la cual, cuando esta se produce es cuando se observa un cambio interior en el entrevistador gracias a que sus preguntas han provocado respuestas que han alterado las opiniones previas con las que comenzó la entrevista.
Nada, absolutamente nada de eso ocurre con Ana Pastor. Para ella, la entrevista no es un diálogo, no hay nada que escuchar, solo cosas que confirmar. Las preguntas son secundarias, lo esencial es el tono, la mirada, el atropello, el no dejar hablar y, sobre todo, ese proceso de escucha selectiva en el que solo se presta atención a aquello que te permite seguir la estricta línea que ya tenías pensada mucho antes de comenzar la entrevista. Verla actuar es desesperante e irritante.
Algunas entrevistas han superado todos los límites de la indecencia. Difícil olvidar la última que realizó a Pablo Iglesias que hoy, escuchados los vergonzosos audios de Villarejo, dejan en muy mal lugar el devenir de aquel sucio interrogatorio, plagado de trampas y medias verdades, catalizado por una agresividad que hoy, sabiendo lo que ya sabemos, podríamos definir como pura maldad para la consecución de un objetivo político corrupto que ya estaba preestablecido.
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