La trayectoria del Partido Popular en el gobierno de España ha dejado una huella profunda en nuestro país, pero no precisamente del tipo que debería enorgullecer a sus responsables. Desde los gobiernos de Aznar hasta los de Rajoy, el PP ha demostrado una capacidad asombrosa para priorizar los intereses de unos pocos sobre el bienestar de la mayoría, envolviendo sus decisiones en una retórica de responsabilidad que la realidad se ha encargado de desmentir una y otra vez.
La gestión económica del PP ha sido, en el mejor de los casos, errática, y en el peor, deliberadamente perjudicial para las clases trabajadoras. Durante el gobierno de Rajoy, los recortes en sanidad, educación y servicios sociales se presentaron como medidas "inevitables" de austeridad, mientras los grandes patrimonios y las corporaciones disfrutaban de un trato fiscal privilegiado. La reforma laboral de 2012 precarizó el empleo de millones de españoles, debilitando los derechos de los trabajadores bajo la promesa incumplida de crear empleo de calidad. Lo que obtuvimos fue precariedad institucionalizada.
Pero si hay algo que define la era del PP en el gobierno es la corrupción sistémica. No hablamos de casos aislados, sino de una trama que alcanzó las más altas esferas del partido. El caso Gürtel, la caja B, los papeles de Bárcenas, la Púnica, el caso Lezo, el caso Montoro con sus amnistías fiscales que beneficiaron a defraudadores... La lista es tan extensa que resulta agotadora. Un partido condenado por financiación ilegal en sentencia firme del Tribunal Supremo. Eso no es un detalle menor: es la confirmación judicial de que el PP se benefició de una estructura corrupta durante años. Y aun así, sus dirigentes nunca asumieron verdadera responsabilidad política.
En política social, el conservadurismo del PP ha frenado avances necesarios en igualdad de género, derechos LGTBI y justicia social. Su oposición sistemática a medidas progresistas, desde la ley de violencia de género hasta políticas de igualdad efectiva, demuestra una visión anclada en un pasado que la sociedad española ya ha superado. La famosa "equidistancia" del PP ante el machismo y la violencia de género ha sido, en realidad, complicidad disfrazada de moderación.
Y cuando parecía imposible caer más bajo, el PP generó de su propia matriz ideológica a VOX, una escisión ultra que surgió precisamente por la falta de firmeza del partido en postulados reaccionarios. Lejos de marcar distancias, el PP ha ido normalizando el discurso de la ultraderecha, compitiendo por ver quién es más radical. El caso Ayuso es paradigmático: convirtió Madrid en un laboratorio de populismo fiscal y enfrentamiento institucional, repartiendo contratos a dedo durante la pandemia, atacando al gobierno central con mentiras y bulos sistemáticos, y utilizando la sanidad pública como arma electoral mientras la desmantelaba. Ayuso no es una excepción en el PP, es su expresión más pura: todo marketing, cero escrúpulos, corrupción normalizada.
La gestión territorial también merece mención aparte. La respuesta del PP al desafío independentista catalán fue un ejercicio de torpeza política sin paliativos. En lugar de tender puentes y buscar soluciones dialogadas, optaron por la confrontación y la judicialización, alimentando precisamente lo que decían combatir. El resultado: una fractura social que tardará décadas en sanar.
Y qué decir de su gestión de las crisis. Durante la crisis económica de 2008-2014, el PP rescató a los bancos con dinero público mientras desahuciaba a familias. Miles de personas perdieron sus hogares mientras las entidades financieras responsables de la debacle recibían miles de millones de euros. La privatización encubierta de servicios públicos y la desprotección de los más vulnerables completaron un cuadro desolador.
La llegada de Feijóo al liderazgo del PP se vendió como renovación, pero ha resultado ser continuismo con mejor traje. Su gestión como líder de la oposición ha sido un ejercicio de bloqueo institucional y confrontación permanente. La crisis de la DANA en Valencia en 2024 mostró el verdadero rostro del PP autonómico: negligencia criminal en la gestión de alertas, tardanza inexcusable en activar protocolos de emergencia, y después, el cinismo de culpar al gobierno central por sus propios errores. Mazón y su gobierno del PP convirtieron una tragedia natural en un desastre político por incompetencia absoluta, y Feijóo, en lugar de exigir responsabilidades, cerró filas defendiendo lo indefendible.
Y como si la incompetencia no bastara, el PP madrileño de Ayuso ha llevado la guerra contra los derechos reproductivos a un nivel obsceno. La campaña contra el aborto, el acoso a mujeres en clínicas, la obstrucción sistemática al ejercicio de un derecho fundamental... La gestión de la pandemia con miles de ancianos abandonados a su suerte, con el macabro resultado de 7.291 muertos. Todo ello con el silencio cómplice de Feijóo, que prefiere mirar hacia otro lado mientras su partido convierte Madrid en un laboratorio de retroceso en derechos de las mujeres. La supuesta moderación de Feijóo es una farsa: es el mismo PP de siempre, con los mismos vicios, la misma hipocresía y la misma falta de escrúpulos.
El balance es demoledor: el PP ha convertido la política en un negocio para amigos, la administración pública en una red clientelar y la corrupción en un sistema de financiación. No son errores, son decisiones conscientes que han empobrecido a millones mientras enriquecían a unos pocos. Cada vez que el PP habla de regeneración democrática, insulta nuestra inteligencia. Cada vez que se presenta como garante de la economía, escupe sobre quienes perdieron sus empleos, sus casas y su dignidad bajo sus gobiernos. La historia juzgará con dureza a quienes permitieron que un partido condenado judicialmente por corrupción siguiera presentándose como alternativa viable. Porque lo que el PP representa no es conservadurismo legítimo, sino la degeneración absoluta de la función pública. Y eso, sencillamente, no puede volver a gobernar España.
El otro día, mientras los niños jugaban en el parque, comentaba con nostalgia mis primeras andaduras digitales de mi juventud con otro padre. Con un brillo en los ojos, ambos recordamos esa ilusión por todo aquello nuevo por probar, aprender y compartir.
Cada vez más enfrascados en nuestra conversación, el parque iba disolviéndose y volvimos a tener 15 años. Como aquella primera vez que vimos una SNES o la Megadrive en casa de un amigo, cuando su madre, enloquecida, cortaba la luz para que cada niño se fuese a su casa. O cuando tiramos un cable de red entre casas para jugar en red al StarCraft. La constante búsqueda del mejor y más barato cyber para jugar al Age of Empires, al Quake 3 Arena o al Day of Defeat. Noches enteras donde los ojos se cerraban entre el humo del tabaco y el brillo de los monitores CRT.
Recordé entonces recorrer España para ir a las LAN parties. Toda la gente que conocí con mi torre a cuestas. Todo lo que aprendí y lo mal que dormí en fríos pabellones sobre un colchón hinchable. Jóvenes, idealistas, el movimiento hacker, David Bravo y el copyleft, la alegría de conectar tu disco duro lleno de gigabytes de información a la red P2P para que cualquiera pudiera hacer uso de ello.
De repente despertamos de nuestra ensoñación: los niños nos estaban diciendo algo. Volvía a tener casi cuarenta años. De golpe fui consciente de que, pese a estar más interconectados que nunca, estamos mucho más aislados que antes. La red ha cambiado: ya no hay necesidad de llevarte tu ordenador para jugar con tus amigos; ahora solo hay desconocidos con los que jugar, cada uno en su silo, como preparacionistas esperando el fin del mundo.
¿Es el mundo el que ha cambiado o simplemente nos hemos hecho mayores? ¿Puede volver el espíritu de la LAN party?
menéame