Todo régimen político, toda comunidad, necesita un enemigo. Un enemigo real o imaginario, justamente odiado o cruelmente estigmatizado. Nada une más. Es un factor de cohesión imprescindible. Un enemigo hacia el que poder canalizar los odios cuando se sufre. En el edificio de un régimen político el enemigo es un muro de carga, un elemento estructural sin el cual la estabilidad del edificio corre demasiado riesgo. El enemigo facilita la respuesta unitaria (y por tanto acrítica con el poder político) y visceral.