Hace 11 años | Por reDtex a enricduran.cat
Publicado hace 11 años por reDtex a enricduran.cat

Nuestra sociedad parece no concebir poder vivir de otro modo que no sea bajo el régimen de la ley. Con una educación que desde la niñez nos mata el espíritu de rebelión y nos conduce hacia una obediencia ciega a la autoridad, perdemos toda iniciativa y costumbre de razonar. Hace siglos que los gobernantes insisten: respecto a la ley, obediencia a la autoridad. La mayoría de los padres y de las madres educan sus hijos con este sentimiento y la escuela lo fortalece, convirtiendo la ley en culto [...] Traducción en el primer comentario.

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reDtex

Nuestra sociedad parece no concebir poder vivir de otro modo que no sea bajo el régimen de la ley. Con una educación que desde la niñez nos mata el espíritu de rebelión y nos conduce hacia una obediencia ciega a la autoridad, perdemos toda iniciativa y costumbre de razonar. Hace siglos que los gobernantes insisten: respecto a la ley, obediencia a la autoridad. La mayoría de los padres y de las madres educan sus hijos con este sentimiento y la escuela lo fortalece, convirtiendo la ley en culto y en conductas ejemplares a aquellas que la protegen contra los rebeldes.

Pero de qué ley estamos hablante? Sabemos que el sistema legal de los estados occidentales es hijo del derecho romano. Es decir, es hijo de un sistema legislativo que se construyó en una época conocida por las barbaridades imperialistas y militares, una era en que la el esclavismo y la pena de muerte eran tan cotidianas como el sol y la luna. Un imperio romano que colonizó la península Ibérica y con esta sus habitantes originarios. Desde entonces, hemos pasado por todo tipo de regímenes autoritarios, siglos y siglos de barbarie y perversión han sido acompañados del sometimiento al derecho romano. Así, hemos llegado hasta la mal llamada democracia, que rige en la actualidad, sin que nunca haya habido una rotura con el ordenamiento jurídico romano.

Nos tenemos que remontar mil años atrás para comprender la fuerte aceptación e interiorización generalizada de expresiones como «obediencia a la ley». Cuando empezamos a tener conocimiento sobre las atrocidades que habían cometido en épocas pasadas los nobles con los hombres y mujeres del pueblo, podemos entender que aquellos que nunca habían obtenido justicia vivían como un triunfo ver reconocidos, cuando menos en teoría, algunos de sus derechos personales, que los permitían salvarse de la arbitrariedad del señores.

Justo es decir que, todavía en los siglos *xix y *xx, se suele entender los derechos como unas concesiones que hace el Estado a los individuos o, dicho de otro modo, como una conquista del pueblo en cuanto a la predisposición del Estado a tener un poder absoluto sobre la vida de las personas.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos todavía no ha conseguido en la actualidad tener preeminencia en relación con ellos intereses específicos de los mal *anomentats Estados-Nación, que en base a las prioridades gubernamentales y a los intereses de los poderes económicos, soterren las libertades individuales y los derechos colectivos a una situación simplemente de finalidades deseables, pero no de respeto obligado.

Todavía hoy, vemos como se reproduce un hecho paradójico: las personas, queriendo ser libres, empiezan para pedir a sus opresores que los protejan modificando las leyes creadas por estos mismos opresores; y toda posibilidad de modificación de leyes en base al bien común pasa como una táctica preestudiada, en que las pequeñas concesiones pretenden conseguir el conformismo y la aceptación sumisa de la mayoría de la población.

Con todo, siempre encontramos por todas partes rebeldes que no quieren obedecer las leyes; más si conocen los intereses de control que las promueven y desconfían de las intenciones de quienes las dictan; más si sueño personas que se sienten capaces de crear y convivir en estructuras sociales horizontales en las cuales no hacen falta más normas que aquellas dictadas por el sentido común y la solidaridad.

Es el legislador quien confunde en un solo y mismo código las máximas que representan los principios de convivencia con las normas que consagran la desigualdad. Las costumbres y las tradiciones, que son absolutamente necesarios para la existencia de la sociedad, están hábilmente mezclados con estas otras normas que sólo son beneficiosas para los dominantes y que se mantienen por el temor a suplicios peores.

Echamos de menos en todo este recorrido histórico una rotura jurídica, una nueva construcción social del derecho y los acuerdos de convivencia, que no sea fruto de la reforma de una época anterior más oscura; que no tenga sus raíces en el poder absolutista de la era de los emperadores, de los reyes y de los dictadores.

En la época reciente, de las llamadas democracias capitalistas, en el que se hace decir la «división de poderes», el poder judicial forma parte de los tres poderes opresores, junto con el legislativo y el ejecutivo. El judicial es el guardián supremo de la obediencia y del control social mediante la vigilancia del cumplimiento de todo tipo de leyes, por más que sean abusivas e injustas.

El sistema judicial se compone, sobre todo, de jueces y magistrados y, con la división de poderes, teóricamente tiene independencia respecto al ejecutivo y el legislativo, pero esta idea es errónea, puesto que en la práctica, por su capacidad de limitar la actividad del gobierno y de aprobar de nuevas leyes, influye de forma determinante en la formulación y la ejecución de las políticas públicas. A la vez, depende del ejecutivo a través del Ministerio de Justicia, que se quién le asigna presupuestos o establece los mecanismos de elección de los cargos judiciales. Con todo esto, la tal supuesta independencia no es más que un espejismo.

Hasta aquí, todo el expuesto se puede generalizar de manera aproximada, a los estados supuestamente democráticos de Europa; a continuación, nos centraremos —algo más— en la opresión directa que nos ha tocado vivir.

En el Estado español, el órgano de gobierno autónomo del poder judicial, con competencia a todo el territorio, es el Consejo general del poder judicial (CGPJ). Se creó el 1978 para mitigar la influencia de los elementos franquistas, con la función principal de velar por la garantía de independencia de los jueces y magistrados frente a los otros poderes del estado y se sitúa en una posición institucional de paridad con el gobierno, Congreso de los diputados, Senado y Tribunal constitucional.

Recientemente, el Consejo de ministros del Estado español, a propuesta del ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón, ha aprobado un proyecto de modificación de la Ley orgánica del poder judicial. La reforma pretende reforzar el hecho que sean los políticos (los más obedientes perros del BCE y del FMI) quienes manden y tengan en sus manos la capacidad de colocar jueces, corruptos o no, en los lugares de autogobierno. Para este hito, se prevé que cualquier juez pueda presentarse como vocal del CGPJ con el apoyo de sólo 25 miembros de la judicatura, cuando hasta ahora tenían que ser 100. El hecho que los vocales tengan que ser aprobados por una mayoría de 3/5 al Parlamento hace que, en la práctica, sea lo *PPSOE quién elija: De hecho, ahora mismo, la mayoría absoluta del PP los garantiza la posibilidad de nombramiento en función de la naturaleza ideológica de cada candidato. En medio de los escándalos de corrupción política que afectan todos los estamentos gubernamentales parece vital para el PP asegurarse un poder judicial afín para perpetuarse en el poder y mantenerse impune.

Por encima de la pirámide de los órganos jurisdiccionales está, como ojo vigilando, el Tribunal constitucional, que tiene que velar por el cumplimiento de la Constitución española a través de la revisión de las leyes y de las normas con rango de ley. La Constitución, vigente desde 1978, es el resultado de un pacto entre las fuerzas de la Dictadura y las que se habían opuesto; la cual fue aprobada bajo control armado del ejército franquista. El maquillaje democrático de esta reforma está en el hecho que fue aceptada por referéndum.

Pero, qué podíamos esperar de un sistema de justicia que se somete al mantenimiento de una estructura visiblemente fascista? Nada de bono, igual que poca cosa más no podríamos esperar si la Constitución se hubiera redactado y firmado en otras circunstancias, puesto que su redacción trae implícito el autoritarismo y el sometimiento de la mayoría a los intereses de una minoría que ha secuestrado el poder y no está dispuesta a devolverlo a la ciudadanía.

Y, en paralelo a todo el esfuerzo a aparentar independencia, la cruda realidad nos hace ver que los que han tocado poder, ya sea político, financiero o propiamente judicial, no acaban nunca en la prisión. No han ido a la prisión si han asesinado bajo una dictadura fascista, como nos recordarán los que luchan por la defensa de la memoria histórica. Ni tampoco han ido, hoy por hoy, los que en la actualidad han sido responsables, con la corrupción política y el crédito sin control, de la crisis sistémica que nos acompaña, la cual ya ha arruinado económicamente centenares de miles de personas y que, dada la impunidad de los culpables, a nivel popular tiene más querencia a denominarse simplemente «una gran estafa».

No somos los únicos que sentimos que la justicia es injusta y que vemos como la corrupción ha llegado a todos los estamentos de la mal llamada democracia. Desde la misma garganta del lobo, más de 1.000 miembros de la carrera judicial se adhirieron en 2010 a un manifiesto que denunciaba la «politización» del sistema judicial y se advertía que peligraba la independencia de la justicia. Un año antes, en un estudio realizado por el Consejo general de la abogacía española, con más de 5.000 abogados, concluyó que el 85% estaban de acuerdo que «el consejo general del poder judicial se ha convertido en un órgano tan politizado que difícilmente puede gestionar de forma eficiente e imparcial el funcionamiento de la justicia«». En este mismo estudio se afirmaba que el 71% de los abogados pensaba que «la justicia funciona mal», pero a la vez, el 82% creían que «con todos sus defectos e imperfecciones, la administración de justicia representa la garantía última de la defensa de la democracia y de las libertades».

Nos podemos preguntar qué deben de pensar ahora, cuando el pasado 2012 se aplicó una elitización del acceso al sistema judicial a través de un incremento de tasas judiciales, que privan a quienes no tiene capacidad económica suficiente de defender sus derechos al si de l

marioquartz

SI cometes un delito eres un delicuente. PUNTO. Si te quieres inventar excusas no dejaran de serlo.