¿Y si lo inmaterial fuese lo más real?

Piensa en esto: si todo lo que existe es material —átomos, energía, espacio-tiempo—, ¿cómo puedes estar seguro de que esa creencia es verdadera?

Si solo existe lo material, entonces tus pensamientos, tus creencias, tus decisiones… no son más que el resultado inevitable de cadenas físicas que comenzaron hace miles de millones de años. Desde el Big Bang hasta esta misma frase, todo habría sido una secuencia de causas y efectos, o de puro azar. Y en ninguno de los dos casos tendrías el más mínimo control.

Así que cuando alguien dice: “Solo existe lo material”, lo hace por una razón que él no eligió. ¿Dónde queda entonces la posibilidad de que esa idea sea verdadera y no simplemente inevitable?

Imagina dos personas. Una cree que lo inmaterial no existe. La otra, que sí. Si ambas están determinadas —ya sea por necesidad causal o por azar— a creer lo que creen, ninguna de las dos lo hace porque haya razonado libremente. Solo son piezas en un gigantesco dominó cósmico. ¿Qué sentido tiene entonces hablar de “verdad”?

Razonar no es tirar una piedra y ver dónde cae. Razonar implica elegir entre alternativas, examinar argumentos, evaluar. Pero si nuestras conclusiones son empujadas por reacciones químicas ciegas o por dados cósmicos, entonces “razonar” no es más que una ilusión. Pensamos que pensamos, pero solo estamos siguiendo instrucciones inscritas en la materia desde antes de nacer.

Y si ese es el caso… ¿cómo puedes confiar en lo que piensas?

Aquí entra en juego el teorema de incompletitud de Gödel. Sin necesidad de saber matemáticas, basta con entender la idea: ningún sistema cerrado puede probar todas sus propias verdades. Necesita un punto de vista externo. Lo mismo ocurre con el materialismo. Si dices que todo lo que existe es material, estás atrapado dentro del sistema. No puedes justificarlo desde dentro, porque cualquier justificación es solo otra reacción cerebral. Necesitas algo que lo trascienda. Una perspectiva externa. Una metarrazón.

¿Pero qué hace el materialismo? Niega esa posibilidad. Niega que exista algo fuera del sistema. Por tanto, no puede demostrar su propia verdad. Se autodestruye.

No estoy diciendo que el materialismo sea necesariamente falso. Solo que si tú crees en él, no puedes hacerlo por razones. Lo haces porque no podías no hacerlo. Como un robot programado para sacar esa conclusión. ¿Pero un robot puede saber si algo es verdad?

Aquí está el dilema:

  1. Si solo existe lo material, entonces crees en el materialismo por necesidad o por azar.
  2. Si crees en él por necesidad o azar, no puedes saber si es verdadero. Solo lo crees porque no podías evitarlo.
  3. Si no puedes saber si es verdadero, entonces creer en el materialismo es un acto de fe.
  4. Pero si puedes saber que es verdadero, entonces hay algo en ti que trasciende lo material.
  5. Y si hay algo que trasciende lo material, el materialismo es falso.

La pregunta no es si el materialismo es lógico. Es si nosotros los somos al creer en él.

La visión teísta: intelecto y voluntad

Piensa ahora en algo cotidiano: estás frente a una mesa con una manzana y una golosina. El estímulo es claro: dos objetos, dos opciones. Tu cuerpo, puramente material, podría responder como un autómata: la golosina, con su azúcar y sabor, activa tus circuitos neuronales de recompensa. Pero supongamos que has aprendido, por ejemplo, que “comer mucho azúcar es malo porque lo dicen los médicos”. Esa información está almacenada en tu memoria, condicionando tu decisión. O tal vez tienes sed en este momento, y la jugosidad de la manzana te resulta más atractiva que la golosina. Podrías pensar: “Esto explica mi elección. Todo son procesos materiales: neuronas que codifican recuerdos, señales químicas de sed, impulsos que me llevan a la manzana”. Desde el materialismo, parecería que eres un autómata sofisticado, programado por una combinación de experiencias pasadas, conocimientos adquiridos y estados corporales. Cada decisión sería el resultado de un cálculo complejo, pero inevitable, dictado por tu cerebro.

Pero detente un momento. ¿Es realmente así? Sí, la memoria influye: sabes que el azúcar puede dañar tu salud. Sí, la sed te inclina hacia la manzana. Y sí, tu cerebro procesa toda esta información. Pero, ¿quién decide qué hacer con ella? Puedes recordar lo que dicen los médicos y aun así elegir la golosina por un antojo. Puedes estar sediento y, sin embargo, optar por no comer nada porque estás a dieta. Entre los condicionantes —memoria, sed, aprendizaje— y tu elección final, hay un espacio de deliberación. Ese espacio no es un engranaje más en una máquina. Es donde operas como algo más que un autómata.

Este espacio de deliberación está habitado por el intelecto y la voluntad. El intelecto no se limita a procesar datos sensoriales; es capaz de abstraer conceptos universales, como “bien”, “mal”, “salud”, “responsabilidad” que no existen como objetos físicos en el mundo, y sopesarlos frente a deseos inmediatos. Una neurona no puede “entender” la justicia; solo puede disparar señales. Del mismo modo, la voluntad no es un mero reflejo químico: es la capacidad de orientarte hacia un fin que trasciende el impulso inmediato. Un autómata no puede ignorar su programación; tú sí puedes ignorar tu sed o tu antojo. Un autómata no puede cuestionar si lo que sabe es verdad; tú puedes dudar de lo que los médicos dicen y buscar más información.

Cuando eliges la manzana en lugar de la golosina, no es solo tu cerebro procesando dopamina o activando determinadas áreas; es tu voluntad, guiada por el intelecto, la que evalúa las opciones y decide en función de un bien mayor (la salud, por ejemplo). Cuando condenas los actos del nazismo, no es solo una reacción emocional programada; es tu intelecto captando la idea universal de “justicia” o “maldad” y tu voluntad afirmando un juicio moral.

Considera todas las posibilidades: puedes elegir la manzana por salud, por sed, por costumbre, o incluso por capricho. Puedes elegir la golosina porque estás estresado, porque quieres darte un gusto, o porque no confías en los médicos. Cada factor —memoria, emociones, estados físicos— añade complejidad, pero no elimina el misterio: sigues siendo tú quien decide. Si todo fuera material, la explicación, por compleja que sea, siempre termina en lo mismo: una cadena de causas físicas o un dado cósmico. Pero una cadena no delibera, y un dado no razona. Si tú deliberas, si tú razonas, entonces hay algo en ti que no se reduce a átomos, por más intricada que sea la red de condicionantes.

El materialismo podría argumentar que esta sensación de libertad es solo una ilusión, que tu cerebro está “programado” por la suma de tus experiencias y estados corporales. Pero aquí está el problema: si todo es una ilusión, incluido tu razonamiento, ¿cómo puedes confiar en que el materialismo es cierto? Si eres un autómata, no eliges creer en el materialismo; solo lo “escupes” como una máquina expendedora. Pero si puedes elegir, si puedes sopesar y decidir más allá de tus condicionantes, entonces el materialismo se desmorona. Porque esa capacidad de elegir, de trascender la programación, apunta a algo inmaterial: un alma, un “yo” que no es solo materia.