La plaza de Colón es un lugar poco castizo, casi ajeno al carácter de Madrid. Una explanada donde ensamblan el principio del moderno Paseo de la Castellana, el barrio burgués de Salamanca, el paseo histórico de Recoletos y la calle Génova, otro barrio más que burgués, señorial, decimonónico, galdosiano. En esta explanada hubo un antiguo convento que, derribado hace casi cincuenta años, dejó paso a un espacio amplio y vacío. Y ya sabemos qué ocurre con el vacío, que es mal tolerado por el ser humano, quien. angustiado, se apresura a llenarlo. En este caso el espacio abierto empezó a llenarse de inscripciones, signos, monumentos por quien tiene el poder para hacer tales cosas en una ciudad.
Es sabido que el estado español ha padecido de debilidad en su potencia simbólica. La trágica, tumultuosa historia de nuestra nación desde la invasión napoleónica hasta hoy, la incapacidad de consolidar un ser español como se consolidó un ser alemán, británico y sobre todo un ser francés (la gran envidia secreta de las élites del estado español ha sido Francia, ese estado tan bien vertebrado) es patente: el himno no tiene letra, la mitad del país no se siente identificado con la bandera borbónica, España aún hoy sigue luchando consigo misma temerosa de desaparecer como uno de esos países que fueron y ya no están sino en viejos mapas históricos.
Las élites gobernantes en España han sido siempre conscientes de esta debilidad (la envidia tiene la virtud de que exige saber de tus carencias). No han sido capaces de dar una respuesta en lo real, las razones no vienen a cuento aquí, pero al menos lo han intentado en terreno de juego de lo simbólico. Así que se apresuraron a aprovechar ese espacio vacío en el centro de confluencias del Madrid burgués del Siglo XIX y la expansión moderna hacia el norte del XX para intentar paliar este déficit simbólico.
Primero fué la estatua de Colón, neogótica, bella, adecuada , recordando una gesta que ninguna nación del mundo, por mucha decadencia y mucha leyenda negra nos lloviese encima, nos podría negar. Después, inevitable, nos llegó la epidemia del arte moderno, con su falta de criterio conocida y plantó enormes bloques de hormigón para conmemorar, otra vez, para subrayar y enfatizar la gran gesta de la hispanidad, el descubrimiento de América. Hay que decir que su aire de vanguardia pasada de moda está empezando a tener cierto encanto.
Pero como esto, al parecer , no sanaba suficientemente la carencia simbólica de la patria española durante el gobierno de Jose María Aznar se plantó una bandera de España de 300 metros cuadrados de superficie ( es decir del tamaño de dos pisos de 3 habitaciones de buen tamaño, con plaza de garaje incluida, esos que son el sueño inalcanzable de los jóvenes madrileños) en un mástil que supera los 50 metros de altura. Una bandera descomunal, prometeica, que cuando el viento conseguía desplegar, convertía la delicada escultura del marino genovés en una figurita de mazapán.
La atracción simbólica que genera este lugar en quien manda en Madrid también se puso de manifiesto en una de las primeras medidas culturales que adoptó Ana Botella, la alcaldesa del PP. Bajo la plaza se sitúa un teatro municipal que recibió el nombre de Fernando Fernán Gómez a la muerte del actor y director de izquierdas . Pues bien Ana Botella decidió que no era un nombre adecuado e intentó cambiarlo, suponemos que estaba demasiado cargado de connotaciones progresistas. El escándalo que se produjo lo evitó.
La visita del Papa, la famosa manifestación del tripartito PP Ciudadanos Vox han tenido lugar en este espacio. Hasta una estatua al cojo Blas de Lezo, héroe redescubierto en los últimos años en ese intento esforzado por recuperar el orgullo de la nación española, se ha colocado en un rinconcito. Los esfuerzos de la derecha para apropiarse del espacio han sido persistentes, hay que reconocerlo.
El efecto de esta acumulación ahora es algo kitsch, tienda de recuerdos, almacén, la patria, aquí y en Francia, inevitablemente produce productos culturales pobres.
Pero un día apareció en la plaza Julia, y me dejó mudo, detenido ante su belleza y su silencio.
Una mañana de diciembre de 2018 en el vértice sur la cabeza blanca, bella, de una mujer joven que medita brotó del antiguo pedestal donde estuvo el marino genovés. Esta cabeza hecha de poliéster y polvo de mármol blanco se llama Julia y es una escultura del catalán Jaume Plensa. Una escultura de una mujer con los ojos cerrados, tranquila, de facciones difuminadas por una luz de alabastro que surge de su interior. La escultura atrae hipnótica el espacio, irreal porque a lo lejos parece un dibujo bidimensional, a veces parece imposible que esté donde el ojo la ve. Contra el variable cielo de Madrid la cabeza atrae la mirada sin someterla, aligera la plaza , como una nube o un pensamiento.
Julia mantiene los ojos cerrados, relajados. Parece recordar el mar tan lejano, por ejemplo.
Detrás a veces ondea con pesadez la enorme bandera. El contraste es chocante. La cabeza casi flota sobre la plaza cargada de cachivaches patrióticos.
La bandera es una invocación que no admite matices, te llama. Es un muesca que cuenta los leales y los traidores, una raya separadora, una máquina de decidir que ya ha decidido por ti, o te unes o te enfrentas. No tiene profundidad, ni rincones, una bandera exige, alinea cuerpos, identifica, traza líneas en el suelo que no se pueden cruzar, o habrá actos, consecuencias. Una bandera sólo tiene una dimensión , sí o no.
La cabeza de Julia en cambio, está absorta en sí misma, suspendida, irreal. No grita, no reclama, solo está consigo, bella desconociéndose ser bella, intentando quizá conocerse. O eso puede, si quiere, suponer el espectador porque la escultura es una sensación sin nombre. Cada ojo verá distinto. Es paradójico que este espacio que se ha intentado llenar de signos inequívocos, de discursos visuales heroicos, de llamadas al orgullo de ser de una patria parece que vilipendiada este atrapado por la magia de una cabeza pensativa.
Ante la esfinge tranquila de la Julia de Plensa, la bandera, los monumentos a héroes mutilados de guerras olvidadas, traídos con angustia patriótica a este presente que nada tiene que ver con aquellos muertos, parecen artefactos frágiles, quizá caducables.
La cabeza se irá. Supongo que este ayuntamiento mantendrá la cruzada , de incierto resultado, por resignificar la ciudad con identidades nacionales quebradizas, y en ese esfuerzo la meditación de Julia les estorbará, lo entiendo.
Pero por unos meses el espacio vacío de la plaza de Colón no fue rellenado por artefactos que invocan al grito si no por arte que invita a cada uno su propia pregunta.